“Un cartel debe entrar por los ojos con una violencia
tal
que el espectador no tenga defensa posible.”
(Toulouse-Lautrec)
El Moulin Rouge es uno de
los locales de diversión con más solera en París. Situado al pie de la colina
de Montmartre, fue inaugurado el 6 de octubre de 1889. Para entonces, un joven
pintor de sangre azul, Henri de Toulouse-Lautrec, llevaba cuatro residiendo en
ese barrio obrero de la capital, que acogía a artesanos y artistas bohemios, y
que limitaba con un próspero viñedo.
Lautrec era un entusiasta de la
vida nocturna. Con su 1,52 de estatura apenas despegaba del suelo, y su cabeza
parecía más grande que su cuerpo. Toulouse pintaba a las cantantes y bailarinas
de los cabarets, a los camareros, los clientes y las prostitutas. El Moulin
Rouge fue producto del convenio entre dos socios: Joseph Oller y Charles
Zidler. El primero, hijo de un
comerciante de tejidos catalán, había nacido en Tarrasa (Barcelona) en 1839,
pero con tan solo tres años de edad se lo llevaron a vivir a París. El segundo
era francés de origen. Oller fue el inventor del juego de apuestas mutuas
aplicado a las carreras de caballos, y el constructor de la primera gran
piscina cubierta de la capital francesa, en 1885. Padrino de salas de fiestas y
de circos estables, Oller y su socio Zidler propusieron a Toulouse-Lautrec la
confección de varios carteles para promocionar por toda la ciudad su nuevo
local de diversión. La idea cundió, y fueron treinta y uno los carteles
realizados por el famoso pintor y dibujante para aquel negocio. El estilo de
Lautrec, un apunte rápido pero vigoroso, no solo capta el movimiento, sino
también la psicología del personaje retratado. La Goulue -La Codiciosa—y su
pareja de baile, Valentin-le-Désossé (Valentín el Deshuesado), quienes
empezaron como artistas aficionados, fueron los protagonistas del primer
cartel.
La historia de la fundación de
aquel mítico local de diversión fue llevada al cine –con algunos cambios y
licencias—por Jean Renoir en 1954-55. En French Cancán, Oller pasó a
llamarse Henri Danglard, un simpático empresario de costumbres libertinas,
frecuentemente endeudado hasta las cejas, pero no por ello menos confiado y
optimista, al que dio vida espléndidamente Jean Gabin, el Spencer Tracy galo.
Propietario del cabaret El biombo chino, donde danza ligera de ropa su
amante, la bellísima Lola de Castro (María Félix), se le ocurre comprar otro
garito más popular para derribarlo y en su espacio levantar un nuevo cabaret.
En plena construcción se queda sin dinero y ha de venir en su auxilio un
príncipe extranjero, enamorado del nuevo valor de Danglard, la joven bailarina
Nini (François Arnoul). Danglard fluctúa entre Lola, Nini, y cualquier otra
mujer preciosa que se le cruce en el camino. Henri –un alma libre, entregada a
los placeres fugaces-- inyecta el veneno del espectáculo en las venas de la
humilde panadera Nini, quien va a consagrar su vida entera a él.
French Cancán es un bello
homenaje de Jean Renoir a Montmartre –su barrio natal—y a sus pintores
impresionistas. Muchas de las secuencias de la película imitan las
composiciones de Degas, Pissarro o el propio Pierre-Auguste Renoir, padre del
director: los ensayos de las bailarinas, las terrazas de los cafés de
Montmartre, el color intenso del cielo y del césped. Es un Montmartre de
estudio, pero ejemplarmente reconstruido. En la historia, llama la atención la
decisión de Nini de perder la virginidad con su novio, antes de ser reclutada
para el cabaret por Danglard. Existía el convencimiento de que los empresarios
del mundo del espectáculo se aprovechaban de sus jóvenes nuevos talentos
femeninos. Y no en vano, Nini llega a enamorarse de Danglard y a intimar con él
una temporada. Las estrellas de variedades tienen su fecha de caducidad. Por
las cuestas del barrio o al pie de sus famosas escaleras transitan antiguas
viejas glorias, convertidas en sombras desarrapadas ambulantes, a las que casi
nadie recuerda. Salvo Danglard, que siempre guarda una moneda para ellas.
Los veinticinco minutos finales
del filme, que corresponden a la inauguración del Moulin Rouge, son
verdaderamente apoteósicos. Un canto a la vida, a vivirla con alegría (como lo
es toda la película en sí) y un excelso homenaje al universo del
entretenimiento. Porque el arte debe, ante todo, entretener, distraer al
público; hacer que olvide sus problemas, y que todo el mundo salga del local
con una sonrisa y una rosa abierta en el corazón.
La película de ficción más
antigua que tiene como escenario el famoso cabaret es, precisamente, Moulin
Rouge, una lujosa producción británica dirigida en 1927-28 por Ewald André
Dupont. El reparto lo encabeza la esplendente rusa Olga Tschechowa, actriz
luego favorita del régimen nazi (aunque, al parecer, ella espiaba para los
soviéticos), secundada por Eve Gray y Jean Bradin. Se el filme de Renoir
concluía con una apoteosis, el de Dupont se inicia con una gran obertura de
varios minutos con las grandes actuaciones del Moulin (rodadas, en
realidad, en el Casino de París). Entre el público están la joven Margaret y su
prometido André, quienes han ido a ver, sobre todo, a la madre de ella, la
deslumbrante vedette Parysia (O. Tschechowa). Madre e hija llevan algunos años
sin verse. Cuando Margaret presenta a André a Parysia, brotan antorchas de las
pupilas de este. El muchacho, hijo de un aristócrata ajeno y estricto que vive
en el campo, cae rendido ante los atractivos de la madre. Todo el argumento –realmente
folletinesco, pero muy bien narrado—incide en el dilema que se le plantea a
André: si casarse con Margaret –como es el deseo y el sueño de la joven--, o
confesar abiertamente su pasión por Parysia. Parysia siente también atracción
por André, pero se contiene para no empañar la ilusión de su hija. Cuando
Margaret decide visitar al padre de su prometido, para convencerlo de que
apruebe su boda, André –en un acto muy cobarde y ruin—estropea los frenos de su
coche deportivo. La muchacha se estrella, junto con André, que ha ido a
detenerla en otro vehículo. Operada a vida o muerte, logra salvarse. Parysia,
decepcionada e irritada con André, le hace recapacitar. El joven decide casarse
con Margaret, dando feliz cumplimiento al deseo de esta.
Ewald André Dupont fue uno de los
pioneros del expresionismo. Se advierte, especialmente, en la secuencia de la
habitación de la clínica. Cuando Parysia se despide de André y de Margaret,
vemos su sombra discurriendo por la pared, como si fuera una presencia ya incorpórea,
que en verdad desaparece de la vida de su joven enamorado.
Moulin Rouge es una
película silente, muy eficazmente restaurada por The British Film Institute a
partir de un negativo danés en nitrato. Cuenta con la dirección artística de
Alfred Junge y con la fotografía, en excelente blanco y negro, de Werner
Brandes. Un filme llamativo, cautivador, que ha resistido bastante bien el paso
del tiempo, en el que destaca la subyugadora interpretación de Olga Tschechowa.
Para descubrir.
En 1952 se estrenó otro Moulin
Rouge, el de John Huston, versión fílmica de la novela de Pierre La Mure,
recreación literaria de las andanzas por Montmartre del tullido
Toulouse-Lautrec. José Ferrer, en una caracterización magistral, caminaba de
rodillas para simular la talla del infeliz pintor. Un ambiente conseguidísimo,
con una iluminación y una fotografía en color que recrea fielmente los diseños
originales de Lautrec. Un drama intenso, fascinante, brillantemente rodado. Una
recuperación de aquellas figuras emblemáticas del cabaret: La Goulue, Valentín,
Jane Avril, Chocolat… Las mismas que visitan a Henri en su lecho de muerte,
derrotado por la absenta y en la fiebre delirante del alcohólico perdido.
La película hoy más popular
ambientada en el emblemático cabaret parisino es, sin duda, el Moulin Rouge
de Baz Luhrmann de 2001, con guion propio y de Craig Pearce, y una Nicole
Kidman de ensueño, que quita el hipo. Realmente, ver descender del techo a la
estrella del espectáculo, Satine / Kidman, sentada en un trapecio y meciéndose
en él, al aire las piernas de meridiano de Greenwich, vale casi por todo el
irregular planteamiento, nudo y desenlace de este filme. Una Nicole bellísima,
quien encandila a un joven escritor, Christian (Ewan McGregor), alojado frente
al local. El “propietario” de la joven es la propuesta perversa del príncipe
bondadoso de French Cancán, el malvado, posesivo, rancio y envidioso The
Duke (Richard Roxburgh). Para sostener entre bambalinas su penoso idilio,
Christian ha de improvisar el libreto de un vodevil ante la atónita y confusa
mirada del potentado villano. Todo ello sazonado con evocaciones de temas
musicales diversos (clásicos de los cincuenta, sesenta, setenta) y un tono de
comedia bufa que desconcierta, pero que de hecho no está muy alejado del esquema
de teatro cómico musical que se hacía en el París de la Belle Époque,
donde, por otra parte, las artistas de moda se convertían en cortesanas de
postín, mantenidas por aristócratas y burgueses acomodados. El Lautrec que
aparece aquí –interpretado por John Leguizamo—es uno más de la farándula; el
verdadero Toulouse, en 1900 exactamente, tenía ya un pie (o los dos) en otro
barrio distinto de Montmartre. Bombillas, luz eléctrica por doquier; llega la
era moderna. Moulin Rouge se rodó en los estudios de la Fox en Sídney
(Australia). Un París recreado digitalmente y unos espacios exagerados para
colar unos juegos de cámara y unos encuadres que acrecientan, y agigantan
demasiado hiperbólicamente el estilo pop de la historia. Este Moulin Rouge
de Luhrmann destila todo su barroquismo antinatural, caminando paralelo a una
novela gráfica de nuestro tiempo.
© Antonio Ángel Usábel, junio
de 2020.
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