El fenómeno español
cinematográfico del año está siendo la comedia de Emilio Martínez Lázaro Ocho
apellidos vascos (2014), que ya supera de recaudación los 44,5 millones
de euros y los siete millones y medio de espectadores.

Ocho apellidos vascos ofrece una visión estereotipada y ridícula de
Euskadi, presentando a sus ciudadanos como cerriles cromañones, atrincherados
en su feudo norteño contra la “invasión” de cualquier otra parte de España. La
historia se resume en poco espacio: Rafael, un andaluz trianero (Dani Rovira) se
encapricha en Sevilla de una muchacha vasca muy vasca; la chica, Amaia (Clara
Lago), desaparece olvidando sus efectos personales. Por consiguiente, el
sevillano viaja hasta Euskadi con el propósito de devolvérselos y conquistar a
la joven. Pronto percibe que lo mejor, para no desentonar demasiado allí, es
simular acento vascuence y aparentar ideas abertzales. Aparece el tercero en
discordia, Koldo, un rudo pescador de bonitos (Karra Elejalde), más vasco que
un bacalao a la vizcaína. Padre de la chica, se ilusiona con las
expectativas de boda. Se une al trío una cacereña (Carmen Machi), exesposa de
guardia civil, contenta con vivir en aquel emporio, que se hace pasar por madre
del candidato a novio.
Y así, sin saber comprensiblemente
más que cuatro palabras de euskera batúa, Rafael se gana la simpatía de Koldo y
se mete en el bolsillo a la pandilla de alborotadores locales, que, cejijuntos
desamparados ellos, le consideran de su familia y otros animales. Al fin y al
cabo, los vascos –como los pasiegos-- siempre han sido poco amigos de los
razonamientos largos.
A costa de un embrutecido y
bravucón carácter vasco, se desgrana la idea de que aquello no es como el resto
de la Península, sino más bien una pequeña aldea gala que se resiste al
invasor. Las pocas veces que Hollywood ha presentado en sus películas a los
vascos, los ha hecho lucir cómicamente boina y pañuelo pamplonica; estoy
pensando en, por ejemplo, Fiesta
(1957, de Henry King) o en El pasaje
(1979, de J. Lee Thompson). Pero Hollywood es Hollywood, y queda muy lejos. Lo
lamentable es que siendo Euskadi una parte importante de la riqueza cultural de
nuestro país, se haga delito y mofa de ella como si nada. Porque –señores
guionistas—no se es más español por ser de Sevilla y del Betis. Mal defendemos
la riqueza cultural de España con insinuaciones tan pobres y sesgadas como esa.
Los tiempos en que el andaluz fue colono ya pasaron. También aquellos otros en
que lo hispano era solo la mantilla, el jerez y el abanico. Se olvida de que,
en Vascongadas, la poesía popular –y no ya el fútbol-- llena los escenarios
deportivos con montones de aficionados sensibles. De que hay una literatura minoritaria,
pero arraigada en el alma del pueblo, porque no conoció casi nunca una forma
escrita. Así también son los vascos, cuyo craso error ha sido acentuar su
idiosincrasia tomando de enemiga a la madre patria, y alimentando en los de
Madrid la sensación de que ni son como los de Castilla ni pueden serlo. Nadie
les pide que lo sean. Llevo yo sangre vasca y montañesa y me quiero sentir
vasco cuando visito Donostia, lo mismo que catalán si voy a Barcelona o
santanderino si estoy en Santander. Porque soy español y defiendo que el alma
de todas esas regiones conforma lo nuestro, lo hispánico. Todos habitamos esta
tierra de conejos que se expandió al mundo en el siglo XV. Junto a Colón
viajaban en las naos muchos marineros y cartógrafos vascos, como Juan Vizcaíno
de Lacoza, Juan Ustobia, Pedro Bilbao, Juan y Txomin Lequeitio, y varios más en
sus secundarias singladuras. Se puede decir que se llegó a América gracias a la
pericia y esfuerzo de los navegantes vascos. ¿Por qué, entonces, presentar al
vasco –frente al resto de España-- como un enigma histórico?
Tal vez es Merche –el personaje
encarnado por Carmen Machi—la única que sintoniza con la realidad natural de
Euskadi, al haberse quedado a vivir en esa tierra de adopción. Con su gesto
declara que Euskadi merece un mejor trato, como luchó por ello con firmeza Iñaki Azcuna, emérito y difunto alcalde
de Bilbao. Había que deshacer la mala prensa que los intolerantes radicales difundían
de la tierra vasca, pues en ella –aun respetando y amando sus costumbres—debe
haber un lugar para todos. Para el vasco y el no vasco. Por igual reciprocidad,
hay que acoger con cariño al nacido en Euskadi en cualquier región española. Y
hay que amar lo vasco, porque forma parte de nuestro aliento peninsular. No
obstante, don Pío Baroja, que era de
San Sebastián, compró su casa en Vera de Bidasoa, merindad de Navarra, por si
acaso.
Las interpretaciones en Ocho apellidos vascos son correctas, y
los actores hacen lo que pueden con sus personajes, en especial Clara Lago como Amaia --sobresaliente--, y Carmen Machi y Karra
Elejalde en sus respectivos. Pero la parcialidad del guion asfixia el discurrir
de la historia, impidiendo que fluya con naturalidad; los episodios están
encorsetados dentro de la sola dirección que interesa.
La película defrauda, sabe a
poco. No se han sabido aprovechar, por ejemplo, los paisajes naturales de la
costa cantábrica y de los valles del interior. Tampoco vemos un panorama humano
cotidiano que equilibre el tono monocromo de lo narrado. La ausencia de hábiles
secundarios lastra el material, ahogando cualquier polifonía de la partitura.
La teatralidad acartonada de la filmación solo sirve para recordarnos que
tenemos un país vistoso y rico, plural y seductor. Un verdadero crisol de gentes.
Euskadi se merece mucha mayor
atención y un mejor trato en nuestro cine. Hay que hacer más documentales sobre
Vascongadas, como también de las demás regiones españolas, tengan lengua local
propia o no. Aunque a menudo en clave de comedia haya que aceptar ciertos
disparates, hay siempre que hacerlo con ternura y con una sonrisa de todo
corazón.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2014.