La I Guerra Mundial acabó con la vida de más de cuarenta millones de personas, entre víctimas civiles y militares. Había supuesto el mayor desastre humano intencionado de la Historia. Un conflicto generalizado, donde se usaron por primera vez los gases tóxicos para infligir heridas terribles y causar el mayor daño al enemigo. A la destrucción bélica, hubo de sumarse otra catástrofe natural, que se originó en un campamento militar norteamericano de Kansas: la mal llamada “gripe española”. Esta pandemia segó la existencia de más de cincuenta millones de seres humanos, entre marzo de 1918 y abril de 1920.
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Bernhard Goetzke (izquierda) interpreta a la Muerte; Lil Dagover es la joven, y Walter Janssen, el joven. |
Fueron seis años altamente letales, en los que la Muerte se enseñoreó a placer. En 1921, el cineasta alemán de orígenes judíos Fritz Lang concibió, junto a su colaboradora Thea von Harbou, el guion de Las tres luces (Der müde Tod), la que sería una de sus películas más simbolistas y poéticas. En ella la Muerte aparece personificada en la figura de un enjuto, seco y enigmático individuo, quien sigue a una pareja de jóvenes enamorados hasta una posada. Este tétrico sujeto ha arrendado, por noventa y nueve años, un amplio terreno junto al cementerio de la villa. Manda construir, a su alrededor, un enorme y elevado muro que carece de puertas. En un determinado momento, y en un descuido de la muchacha protagonista, la Muerte se lleva a su novio. La joven, desesperada, intenta rescatarlo de su dominio, aduciendo que el amor es tan fuerte como la muerte misma. Con esto cita el versículo sexto del capítulo 8º del Cantar de los Cantares de Salomón: “Grábame como un sello en tu brazo, / como un sello en tu corazón, / porque es fuerte el amor como la muerte”. Todo este poético libro inspiró parte del argumento de Las tres luces, la búsqueda infatigable del amado, desaparecido, por la amada, la muchacha. Lo comprobamos en el capítulo 5º del Cantar, versículos sexto a octavo:
“Yo misma abro a mi amado;
abro, y mi amado se ha marchado ya.
¡El alma se me fue tras él!
Lo busco, y no lo encuentro;
lo llamo, y no responde […]
Muchachas de Jerusalén, os conjuro
que si encontráis a mi amado
le digáis… ¿qué le diréis?...
Que estoy enferma de amor”.
En 1915, Sigmund Freud publicaba un artículo titulado “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”. En su segundo apartado (“Nuestra actitud ante la muerte”), Freud escribía que se produce “nuestro derrumbamiento espiritual cuando la muerte ha herido a una persona amada, el padre o la madre, el esposo o la esposa, un hijo, un hermano o un amigo querido. Enterramos con ella nuestras esperanzas, nuestras aspiraciones y nuestros goces; no queremos consolarnos y nos negamos a toda sustitución del ser perdido. Nos conducimos entonces como los ‘asras’, que mueren cuando mueren aquellos a quienes aman”. Sin embargo, el proceso de duelo lleva, paso a paso, a la convicción de la pérdida del objeto amado, y, después, a su reemplazo en el mundo por acción de ciertos impulsos narcisistas. No obstante, el propio Freud se resistió a “pasar página” a consecuencia de la muerte de su predilecta hija Sophie, víctima de la mal llamada “gripe española” de 1918. En abril de 1929, Freud escribió: “Sabemos que el dolor agudo que se siente después de una pérdida tan grande seguirá su curso, pero también sabemos que permaneceremos inconsolables […] Y así es como debe ser. Es la única manera de perpetuar un amor que no queremos abandonar”. Fritz Lang y Thea von Harbou parece que se inspiran en estas consideraciones del genio de la psiquiatría a la hora de idear la frustración de la joven protagonista de su filme.
Por otra parte, por pareidolia, podemos percibir una referencia a Eros, sobreponiéndose a Tánatos, en la secuencia de la película donde la Muerte se apoya en su enorme muro. El contorno de un gran falo se dibuja sobre los sillares.
Continuando con la película, la Muerte conduce a la joven a un extraño lugar interior, donde arden multitud de velas. Cada una representa una vida humana. Cuando Dios lo quiere, apaga cada una de esas velas, provocando el final de la persona.
La joven se empeña en que ella, con su solo amor profundo y verdadero, puede burlar al destino decretado contra su novio. Lo puede rescatar de la muerte. Entonces el tétrico individuo muestra a la enamorada tres cortas velas, próximas a consumirse. Cada vela representa a un amado amenazado por su cercano último momento. La Muerte reta a la muchacha: si es capaz de impedir que una sola de esas velas se apague, recuperará tal vez a su enamorado.
Se inician tres historias que se desarrollan en espacios y tiempos diversos: la Bagdad del califato, la Venecia renacentista, y la antigua China. Pero en ninguna de las tres aventuras el joven héroe se libra de un destino trágico: en la primera, es un infiel cristiano que osa profanar la ciudad de los creyentes mahometanos y termina enterrado hasta la cabeza en un jardín; en la segunda, es herido equívocamente por una espada envenenada; y en la tercera, una flecha lo traspasa después de haber sido convertido en tigre por un poderoso mago. En esta última historia, se concitan elementos fantásticos propios del orientalismo de las Mil y una noches: una alfombra voladora, un ejército en miniatura, un caballo que surca los cielos. Se anticipa a El ladrón de Bagdad.
Como la muchacha fracasa en su triple intento, y las tres luces mueren, como tres pobres vidas, la figura de la Muerte se apiada de ella y le otorga otra oportunidad, que será definitiva: habrá de encontrar a alguien que desee cambiarse por su pretendiente, es decir, a una persona que elija morir. La muchacha tienta a un anciano. También a un mendigo. Pero ninguno de ellos quiere morir. Se está a gusto en este mundo. En un incendio, un bebé va a ser pasto de las llamas. Entonces, entra la protagonista valientemente y lo rescata. Mas, en vez de entregárselo a la Muerte, lo lleva junto a su madre.
La Muerte no encuentra otro modo de complacer a la joven sino haciendo que muera, para que así se reúna con su infeliz prometido.
Nadie puede derrotar a la muerte, ni torcer un destino que es decretado desde lo más alto.
© Antonio Ángel Usábel, julio de 2024.
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Muchas de las biografías sobre Fritz Lang ocultan el hecho de que, antes de arrebatar a Thea von Harbou a su marido, el actor Rudolf Klein-Rogge (quien interpreta un personaje, Girolamo, en Las tres luces), el aclamado director estaba ya casado con Lisa Rosenthal. Al parecer, esta murió en casa de Lang en extrañas circunstancias, por medio del disparo de una pistola que guardaba el director. No se sabe si se trató de un suicidio, o si de algo más. Por entonces, Lang ya llevaba a su domicilio a su futura, la Von Harbou. La huida de Alemania de Lang, y las diferencias ideológicas, al ser Thea von Harbou una decidida abanderada del nazismo, condujeron a la pareja al divorcio. Thea falleció en el verano de 1954, tras las complicaciones de una caída en la calle, cuando salía de presentar en un cine de Berlín una reposición de Las tres luces.
Interesantísimo Antonio
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