En Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, la ópera de Brecht y
Weill estrenada en Leipzig en marzo de 1930, es imposible vivir sin tener
grandes cantidades de dinero. Mahagonny es una ciudad fundada en el desierto,
repleta de bares y burdeles, donde no poseer ni un céntimo está penado con la
muerte. Cuatro leñadores de Alaska, amigos aventureros sin fortuna, consiguen
adueñarse del emporio bajo el lema “Todo está permitido” (salvo el no tener).
Poco a poco, los amigos se van distanciando entre ellos, pues la ambición y la
preponderancia pueden más que los sentimientos.

El negocio les fue tan bien, que
comenzaron a tantear el mercado legal, el de las acciones que sí cotizaban.
Esta vez los inversores eran más poderosos, pero igualmente ingenuos y
descuidados. Nunca compraban ni poseían nada en realidad, porque sus títulos
estaban en el aire al desviar lo producido a nuevas adquisiciones. Todo eran
comisiones suculentas, que Belfort y los suyos no cesaban de ganar. Y tanto era
lo amasado que gastaban buena parte de ello en orgías, drogas comunes –cocaína,
marihuana, morfina--, drogas de diseño, y unas mansiones de lujo. El joven y
avispado Jordan se compra un yate de cincuenta metros de eslora con helipuerto;
se divorcia de su esposa y se casa con una modelo despampanante, Naomi (Margot Robbie), que le dura mientras
dura el éxito, y que lo abandona cuando el FBI consigue trincarlo junto a toda
su organización. Más de veinte millones de dólares desviados a Suiza de manera
ilegal, mediante correos, acabarán siendo su perdición. Cuando la policía
aprieta las tuercas a los miembros del equipo, cada cual se las arregla por
separado, y la traición y la delación provocan la caída definitiva de esta
nueva Mahagonny.
No hay en el largo, mas no
tedioso metraje, parámetros morales. No hay inyecciones de moralina. Es la vida
exitosa y fulminantemente pletórica de nuevos ricachones que venían de la nada.
Como dice el mismo Jordan, “no hay nada
noble en la pobreza”, y sí en la riqueza, que es el final de muchas
miserias y privaciones. Jordan Belfort, el discípulo del Ángel Caído, recuerda
los malos momentos en que ayudó a una empleada a pagar el colegio de sus hijos,
y a la que luego regaló una vida de estirados lujos. Parafraseando aquella
máxima elocuente de otra película de Scorsese, Casino (1995), Belfort hace por sus chicos “lo que Lourdes por los enfermos y paralíticos”. Les otorga, más
allá de toda esperanza o lejana promesa, un paraíso terrenal, El Dorado. Ganar
dinero con él parece un simple juego de niños. Pero ha de ser gente que esté
por besarle el culo al demonio. Y que suelte blasfemias que halaguen al
Maligno: “Todas las monjas son lesbianas”.
Hay una gran similitud entre el
discutido héroe que tan magistralmente encarna Di Caprio y el personaje de Tony
Montana que incorporaba Al Pacino en El
precio del poder (Scarface, Brian
de Palma, 1983). Ambos sucumben a una fuerte adicción por las drogas. Eso les
hace perder la consciencia repetidas veces y bajar la guardia frente a sus
enemigos. Pero, además, Belfort / Di Caprio arrastra a sus colaboradores hacia
esa terrible vorágine de excesos psicóticos, y alguno queda igualmente
sumergido en mar tempestuoso.
A Jordan Belfort la revista Forbes le apoda “El Lobo”. Fue Cayo
Petronio Árbitro en el Satiricón (s.
I d. C.) el primero en mencionar la transformación de un soldado romano en
lobo. Llegado a un cementerio, el sujeto se desnuda y orina alrededor de sus
ropas. Después se convierte en lobo, asalta un corral y hace sus fechorías. Pero
no se va de rositas, pues resulta herido por una lanza. Sin embargo, al
recobrar su forma humana, un galeno le cura su cuello lastimado. Los hombres de
Belfort orinan sobre las citaciones policiales. Se mofan de ellas. Belfort
intenta escapar de la justicia, pero la ley se le lleva un bocado.
“Encomendar las ovejas al lobo” es entregar personas o negocios al
ruin que va a dar mala cuenta de ellos. “Oveja
de muchos, lobos se la comen”: lo que es del común, aprovecha a ninguno. “Esperar del lobo carne” es no recibir
nada del egoísta que lo quiere todo para sí. No se puede decir, sin embargo,
que Jordan Belfort fuera un egoísta, porque repartía mucho y bueno entre los
fieles de su iglesia.
La cinta lleva el ritmo
trepidante de Scorsese, con algún uso de la voz en off (como es habitual en sus
historias), pero aun así se sigue perfectamente, y la narración no decae ni un
minuto. Se siente la atracción del mal, del abismo, como les sucedía a los
románticos; la fascinación por el poder en la cima del mundo, pero la lección
moral llega en el desenlace, con el declive de este Reich financiero. Entonces, al nuevo Cody Jarrett (James Cagney en Al rojo vivo) le estalla el depósito de
gas: “¡Ya está, mamá, lo conseguí! ¡La
cima del mundo!” (Una bola de fuego ahoga sus últimas palabras)
Los intérpretes son y están
extraordinarios: Leonardo Di Caprio, en acaso su mejor papel protagonista,
verdaderamente convincente, uniforme y madurado a lo largo de cada secuencia;
la actriz australiana Margot Robbie –de belleza impresionante-- siempre a la
altura de su compañero de reparto; los secundarios acertadísimos: Jonah Hill,
Jon Bernthal, Jon Favreau, P. J. Byrne, Kenneth Choi, Cristin Milioti… Rostros
muy poco conocidos, pero eficaces. Incluido el de Kyle Chandler, que solo puede hacer de agente federal, con su cara
de honesto.
El guion es de Terence Winter, y se basa en la autobiografía
del propio Jordan Belfort: El Lobo de
Wall Street: codicia, ambición, sexo y traición en el Nueva York de los 90 (Ed.
Alienta). Winter le dota de un muy bien calibrado tono de comedia: la simpatía
de los caracteres despierta la empatía del espectador. La producción
corresponde, entre varios más (incluido el mismo Di Caprio), a Irwin Winkler, el director de la
deliciosa De-Lovely (2004; biopic sobre Cole Porter), quien siempre
dota de cuidado glamour y elevada
testosterona a sus obras. No hay más que recordar La noche y la ciudad, Uno de
los nuestros, La caja de música, Revolución, Elegidos para la gloria, Rocky,
Toro salvaje, New York, New York, Fríamente,
sin motivos personales, y la ejemplar Danzad,
danzad, malditos (Sydney Pollack, 1969).
Se ha dicho que no estamos ante
una de las mejores películas de Scorsese. Personalmente, opino lo contrario: El Lobo de Wall Street es un acierto
narrativo que recupera la mejor pulsión de su director desde Infiltrados (The Departed, 2006) y Uno de
los nuestros (1990). Una gozada de cine de mirada objetiva, testimonial,
naturalista; canto tribal del lado salvaje e instintivo del ser humano, canto
del guerrero civilizado que se golpea el pecho ritualmente como lo hacía un
juramentado del Neolítico. Un Scorsese en estado de gracia que imprime al
metraje una impronta de genio que solo puede ser suya.
©Antonio Ángel Usábel,
enero de 2014.
La película es abrumadora y, por momentos, insoportable en su exceso. Mostrar el extremo al que llega la codicia desenfrenada de unos tipos que logran auparse en los límites de la ley (del mercado) envolviendo con sus técnicas de persuasión a una clientela a la que desprecian (el negocio de la especulación bursátil está perfectamente explicado al comienzo de la película) y manipulan con el arte, la determinación y facilidad del "buen vendedor" es aplicable a muchos órdenes de la vida social. A la política, por ejemplo, y a los negocios de cualquier tipo.
ResponderEliminarSalí pensando que necesitamos nuevas palabras para definir esto . Porque se parece mucho al fascismo aunque no haya detrás una ideología explícitamente estructurada, aunque se sustente en paradigmas que han sido incorporados como 'saberes' con una base 'experimental'. Todas esas teorías sobre el liderazgo, la persuasión, la inteligencia emocional, la gestión de grupos... que se enseñan en las más exquisitas universidades y que reproducen orgullosamente los media como si fuera un "conocimiento" aséptico e intercambiable, de aplicación a cualquier campo de la actividad humana con independencia del fin que persiga... no es más que un un tupido manual de instrucciones para impostar y sacar ventaja sobre otros.
Qué asco. Lo peor es que su tufo nos envuelve de tal manera que ya no lo detectamos si lo tenemos cerca..., y mucho menos cuando lo tenemos dentro.
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