El 29 de julio de 1983 “desfallecía”
en México Luis Buñuel. Han pasado treinta
años. Y aún da para mucho que hablar el más provocativo y original de los
directores cinematográficos españoles. Sus películas, aun cuando no se vean hoy
con la inocencia carmelitana de su época de estreno, no dejan indiferente.
Sacuden, pervierten o hacen reír. El surrealismo banalizaba el humor del
absurdo, y hay escenas en Buñuel que rivalizan con lo mejor de Buster Keaton o
Harold Lloyd: el abuelete, desnudo y tieso en su cama, con los botines que
hacía calzar a la criada en las manos; el necrófilo marqués que se masturba
bajo el ataúd de la puta a la que ha contratado; el masoquista que se hace
azotar en la posada de provincias; el pelele irredento, una y mil veces burlado
en el amor; los burgueses que se sientan sobre inodoros en la mesa, mientras
sacian su gula en el excusado; el jeta que juega al tute con ama y doncella;
los monjes que fuman en la timba; el Cristo que ríe, y no gime y llora en esta cansada
hora; los invitados que no pueden abandonar un salón…
Buñuel trastoca el orden esperado
de las cosas; derriba un muro de convenciones y las ofrece al revés, como Lewis
Carroll. Cuando fue invitado a Los Ángeles, a los estudios de Culver City, no
hizo cine, pero vendió algunas escenas de humor a los astros cómicos de
entonces. El surrealismo, sin abandonar el drama, tiene mucho que ver con la
payasada: a su principal mecenas, su madre, enferma en sus últimos años de
demencia senil, el cineasta entraba a saludarla, le daba un beso y una revista;
la mujer la hojeaba con curiosidad; luego Luis se la quitaba y le daba otra,
que en realidad era la misma; su madre repetía el mismo tono monocorde, pasando
las páginas y reparando de nuevo en las mismas fotografías; cuando su hijo
salía de la estancia y regresaba acto seguido, ella volvía a sonreír como si no
lo viera hacía tiempo. Parece una escena sacada de una tira cómica de cine
mudo. Y, no obstante, tan real, y tan dramática.
Vamos a repasar la vida y la obra
de Luis Buñuel acompañados de su magnífica autobiografía, Mi último suspiro (Mon
dernier soupir, 1982), escrita al dictado por su guionista-fetiche, Jean-
Claude Carrière.
Este “ateo, gracias a Dios”,
retratado –por aquello de que hoy en día hay que simplificar todo, para que
haya que pensar menos-- como un puerco asilvestrado por Juan Manuel de Prada en
Las máscaras del héroe (1996),
pendenciero, socarrón que andaba eructando y blasfemando a todas horas, nació
con el siglo en el pueblo turolense de Calanda, un 22 de febrero de 1900.
Deslumbrado por la vida y cegado en su fulgor por los fósforos de la muerte, el
niño Buñuel era capaz de quedarse extasiado ante el cadáver hinchado y
maloliente de un burro, el mismo que presta su mala estampa en Un perro andaluz (1928), el primer gran “corto”
surrealista. En casa, criaba ratones, costumbre que se fue afinando con los
años, hasta apadrinar cuarenta ratas de alcantarilla bien hermosas, que debían
de suponer para el genio la inteligencia sucia, la divina presencia en un
cuerpo mezquino. Fustigador del clero simoníaco, el joven Luis se rodeaba de
falsas jocalias y representaba el tríptico del Cordero Místico ante sus
hermanas: “Yo jugaba a decir misa”. En
Madrid, siendo residente de la Colina de los Chopos, salía muchas veces
disfrazado de sacerdote a la calle, dispuesto a confesar y a absolver. Con la
misma presteza, se entraba en un urinario público para excitar la imaginación
de cualquier marica, al que luego él y sus acólitos más machotes refregaban de
una tunda a la salida. Recio, atlético, hercúleo, machista, pero también con
una sensibilidad a flor de piel, capaz de apreciar los embelecos de la poesía y
de las artes, y de dejarse subyugar por el talento femenil de Lorca y Dalí.
Como Pérez Galdós, a quien admiraba, conoció en vida y adaptó, era un agnóstico
encariñado con la sed de justicia del cristianismo. Ahí está Nazarín (1959). Ahí, también, la
historia de los heterodoxos de La Vía Láctea
(1969). Sin embargo, Buñuel pensaba que el cristianismo se queda en la cáscara,
ya que no redime a nadie de las miserias de esta vida. La secuencia más
elocuente de las rodadas por el director corresponde, a mi entender, a Viridiana (1961), cuando la misericordia
de Jorge (Francisco Rabal) hace que rescate a un perrillo atado a una carreta y
semiasfixiado por el cordel que tira de su cuello. Instantes después de esta
salvación, pasa en sentido contrario otro carro, con otro can en iguales
condiciones. Luego no se cumple la máxima judía de que quien salva una vida,
salva al mundo entero, aunque la dádiva sea, al menos, un bello principio.
Uno de los lugares preferido por
Luis para tertulias, reflexiones y reposos, era el monasterio de El Paular, en
la sierra madrileña, ayer como hoy en estado de creciente abandono. Le gustaba
el silencio y el recogimiento de El Paular. Sobre Cristo, decía algo muy
curioso, nada exento de una verdad como un templo: “Cristo se ha ido apoderando poco a poco de un lugar privilegiado con
relación a las otras dos personas de la Santísima Trinidad. No se habla más que
de él, Dios Padre sigue existiendo, pero muy vago, muy lejano. En cuanto al
desventurado Espíritu Santo, nadie se ocupa de él y mendiga por las plazas”.
Hombre de tendencia republicana
izquierdista, admiramos de él su buen juicio y sentido común a la hora de
censurar los abusos contra la gente creyente. Luis tenía un tío sacerdote, a
quien apreciaba mucho por buena persona. El convento de dominicos que aquel
visitaba fue represaliado al inicio de la Guerra Civil y todos sus monjes
fusilados, como el arzobispo Soldevilla Romero, “paseado” por los anarquistas.
A estos –CNT, POUM—atribuye el cineasta las peores sacas en el Madrid sitiado: “Pese a mis simpatías teóricas por la
anarquía, yo no podía soportar su comportamiento arbitrario, imprevisible, y su
fanatismo. En algunos casos, bastaba casi con tener el título de ingeniero o un
diploma universitario para que lo llevasen a uno a la Casa de Campo”. No en
vano, Buñuel y su equipo técnico de obreros tuvieron que ir al rescate del
realizador falangista José Luis Sáenz de Heredia, primo carnal de José Antonio
Primo de Rivera, quien había sido detenido por una facción socialista. Todos
certificaron la generosidad y valía personal del apresado, lo que le sirvió
para salvar el gaznate.
Se podría asegurar de Buñuel que
era, en cierto modo, un moralista liberal. “Hoy
en Calanda –reflexiona—ya no hay pobres que se sienten los viernes junto a la
pared de la iglesia para pedir un pedazo de pan […] Las calles están asfaltadas e iluminadas. Hay agua corriente,
alcantarillas, cines y bares. Como en el resto del mundo, la televisión contribuye
eficazmente a la despersonalización del espectador. Hay coches, motos,
frigoríficos, un bienestar material
cuidadosamente elaborado, equilibrado por esta sociedad nuestra, en la que el
progreso científico y tecnológico ha relegado a un territorio lejano la moral y
la sensibilidad del hombre”.
Respecto del marxismo, Buñuel lo
consideraba “otra religión”, otra imposición de un credo; parece como si
deseara pedir perdón por haber sido discípulo de él; y de seguidor pasa a
segador: “Conservé mis simpatías por el
Partido Comunista hasta finales de los años cincuenta. Después me fui alejando
cada vez más de él. El fanatismo me repugna, dondequiera que lo encuentre.
Todas las religiones han hallado la verdad. El marxismo, también. En los años
treinta, por ejemplo, los doctrinarios marxistas no soportaban que se hablase
del subconsciente, de las tendencias psicológicas profundas del individuo. Todo
debía obedecer a los mecanismos socioeconómicos, lo cual me parecía absurdo. Se
olvidaba a la mitad del hombre”. Sí, hijo, sí, Buñuel se cayó del guindo y
se desilusionó con el paraíso de izquierdas treinta años antes de que perdiera
la venda de los ojos Antonio Muñoz
Molina: “Nuestro rechazo de la
dictadura de Franco no nos daba ninguna sensibilidad hacia los sufrimientos de
las víctimas de otras dictaduras, a no ser que fueran dictaduras fascistas.
Incluso cuando Santiago Carrillo estaba comprometiendo valerosamente al Partido
Comunista en la causa de la democracia seguía pasando sus vacaciones como
invitado oficial en la Rumanía de Ceaucescu […] Por rebajar su izquierdismo en un veinte por ciento un militante de
izquierdas no se convierte en traidor de clase, pero estará quizás más
capacitado para llegar a un acuerdo práctico con quien no piensa lo mismo que
él […] No se trata de renunciar a lo
que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos
en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia” (Todo lo que era sólido, 2013). La prosperidad
de un país está en el entendimiento, en la unidad dentro de la diversidad, que
fue justo la idea capital de Franco en su testamento político. Quien quiere
crecer debe oír al otro, y todos juntos han de arrimar el hombro en beneficio
de la sociedad en su conjunto.
Continúa manifestándose Buñuel: “Nunca he sido un adversario fanático de
Franco. A mis ojos, no representaba al diablo en persona. Incluso estoy
dispuesto a creer que evitó que una España exangüe fuese invadida por los
nazis. Aun en lo que le afecta, dejo lugar a una cierta ambigüedad”.
Descalifica la utilización
ideológica de cualquier arte; ataca el Guernica,
por ejemplo. “No me gusta nada, a pesar
de que ayudé a colgarlo. De él me desagrada todo, tanto la factura
grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura.
Comparto esta aversión con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto
hace poco. A los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy
viejos para andar poniendo bombas”.
El desencanto alcanza al propio
mayo del 68 francés: “Además de los
eslóganes [“La imaginación al poder”; “Prohibido prohibir”], Mayo del 68 tuvo muchos puntos de contacto
con el movimiento surrealista: los mismos temas ideológicos, la misma
dificultad de elección entre la palabra y la acción. Al igual que nosotros, los
estudiantes de Mayo del 68 hablaron mucho y actuaron poco. Pero no les reprocho
nada. Como podría decir André Breton, la acción se ha hecho imposible, lo mismo
que el escándalo”.
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A lo largo de Mi último suspiro, Buñuel va desgranando
su biografía: hijo de indiano convertido en rico terrateniente --merced a una
ferretería en Cuba--, fue mimado por su madre y llevó una infancia de lujo, sin
carencias. Estudió en colegios religiosos, y más tarde enviado por su familia a
la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde conoció a García Lorca y a
Salvador Dalí. Coqueteó con el boxeo y pensó en hacerse ingeniero agrónomo o
entomólogo; jamás cineasta, que le parecía, para aquellos tiempos incipientes
del cinematógrafo, una actividad misérrima propia de barraca de feria.
Angustiado por la atmósfera de catolicismo opresivo y fuerte tradicionalismo
que amordazaba a España, marcha a París, donde toma contacto con el movimiento
surrealista. Es admitido en él, y debe someter cualquier trabajo o proyecto a
la aprobación de André Breton y su comité. En París empieza a colaborar como
ayudante de dirección con Jean Epstein. Huérfano de padre, le pide a su madre
25.000 pesetas para acometer el proyecto de un cortometraje surrealista mudo,
escrito junto a Dalí. Así nace Un perro
andaluz (1928). Desconfiando de la acogida en su estreno, Buñuel acude a él
con piedras en los bolsillos, dispuesto a defenderse sea como sea. La película
llama la atención positiva de burgueses excéntricos, como los vizcondes de
Noailles, quienes financian la segunda experiencia contestataria de Buñuel tras
las cámaras, La edad de oro (1930).
Estos dos filmes captan la atención de un representante en Francia de la MGM,
quien ofrece al cineasta aragonés la oportunidad de pasar unos meses en los
platós de Culver City, aprendiendo las técnicas de filmación y montaje sonoros.
Buñuel marcha para California, y durante varios meses cobra un sueldo generoso
de 250 dólares semanales sin hacer nada, sin rodar un solo plano. Se pasea por
los decorados, acecha a las divas del celuloide americano, conoce a Chaplin,
intima con el matrimonio Neville y con Antonio de Lara (Tono) y señora. De Chaplin cuenta que se vio Un perro andaluz una decena de veces, y que su mayordomo chino se
había desmayado al presenciar determinadas secuencias. También, que el genio
cómico componía en sueños: se despertaba de repente, tarareaba la melodía que
había soñado en un aparato registrador de voz, y se volvía a dormir como un
niño. Sin duda fue así como “recompuso” la música de La violetera, que le costó un tortuoso proceso y una fuerte
indemnización al maestro Padilla. Buñuel se despidió de California por
diferencias con Irving Thalberg sobre la actriz Lily Damita, pero recibió una
carta de agradecimiento de la MGM en la que se decía que sería recordado
durante mucho tiempo.
Vuelve a España, a Madrid, dos
días antes de la partida de Alfonso XIII y la instauración de la II República.
En la capital, se toma el cine más en serio, y se hace documentalista y
productor. Rueda Las Hurdes, tierra sin
pan (1932), con ayuda económica de Ramón Acín y basándose en un libro de
Mauricio Legendre, quien pone también su voz a los comentarios. Buñuel retrata
la España más profunda, la de la miseria absoluta de un campo olvidado; los
niños abrevan junto a los cerdos, los labriegos recogen verdes las cosechas y
cogen la disentería, los asnos mueren atacados por las abejas; en La Alberca,
los mozos celebran una boda arrancando las cabezas de los gallos. Acín
–anarquista desprendido-- fue más tarde fusilado junto a su mujer por los
falangistas. Había prometido financiar a Buñuel si le tocaba la lotería, que le
tocó, y dicho y hecho. El documental de Buñuel sobre las Hurdes fue detestado por
los dos bandos, por desvelar una realidad demasiado cruda de las miserias
recónditas del país. Buñuel lo montó sin moviola, sobre la mesa de cocina de su
casa, visionando las tomas con una lupa y cortando y empalmando los trozos de
película.
A partir de 1934, el cineasta
produce películas comerciales: Don
Quintín el amargao (Luis Marquina, 1935) y La hija de Juan Simón y ¿Quién
me quiere a mí? (ambas de Sáenz de Heredia). Eso le hace ganar algún
dinero. Cuando estalla la contienda (in)civil, como Dalí, pone pies en
polvorosa y huye a París. Desde allí, colabora como informador y documentalista
con la resistencia republicana. Se pone al servicio de los comunistas. En 1939
regresa a Estados Unidos, y durante la Segunda Guerra Mundial supervisa en
Nueva York la adaptación de documentales de contenido propagandístico. Así,
acorta El triunfo de la voluntad, de
Leni Riefensthal, con el congreso nazi de Nuremberg, que le parece impecable en
su diseño, que muestra a Chaplin y que este ríe como un loco. En Nueva York
coincide de nuevo con Dalí, quien unido a Gala y dirigido comercialmente por
esta, comienza a amasar una fortuna. Buñuel sintió celos de Gala –como los tuvo
también de García Lorca--, en la medida en que le separó de Dalí. Una vez, en
Cadaqués, discutió con la musa, la tiró al suelo y estuvo a punto de ahogarla.
Años después, soñó con ella en el palco de un teatro; Gala se levantaba y lo
besaba amorosamente. Es obvio que Buñuel deseaba a Gala, y que en cierto modo
envidiaba a Dalí por tenerla. El aragonés era bastante retraído con las
mujeres, y por timidez, otros se las quitaban delante de sus narices. Esta
imagen de dificultad para la conquista amorosa cobra forma en la falsa
seducción de Viridiana por el longevo don Jaime, y en la pulsión masoquista de
varios personajes masculinos más: el pelele Mateo de Ese oscuro objeto del deseo (1977), la necrofilia de Alejandro en Abismos de pasión (1954), el señor
Monteil amonestado y vigilado por su recia esposa en Diario de una camarera (1963), el sombrerero flagelado por la
dómina en El fantasma de la libertad
(1974). Todos evidencian una relación incompleta, infeliz, incandescente y tumultuosa
de Buñuel con las mujeres. En esto se parecía a Dalí, aunque no en su grado de
impotencia suma.
Apasionado de Pierre Loüys y de
Octave Mirbeau, comparte con ellos sus pulsiones masoquistas. El placer se
halla en la paradoja de no alcanzar el placer. La mujer es un objeto de lujo.
La virginidad de la joven, más todavía. Mateo la persigue con afán sin
seguramente conseguirla; no otro es su “oscuro objeto de deseo”. Joseph, el
sirviente embrutecido, ultraderechista y antisemita de Diario de una camarera, evidencia su escasa virilidad al violar y
desventrar a una niña en un bosque. Toma a la fuerza, y en una menor, lo que es
incapaz de conseguir de otra manera, mediante la seducción de la mujer adulta.
De Estados Unidos, y sin
proponérselo, pasa Buñuel a México en 1946. Es un país muy hospitalario, pero
inseguro y corrupto. El nepotismo familiar campa a sus anchas y gobierna las
instituciones. A los más burros les gusta jugar a la “ruleta mexicana”: se hace
corro en torno a una mesa, se carga un revólver con una sola bala y se tira en
el centro, con el seguro quitado; si el arma se dispara con el golpe, alguien
caerá herido. Buñuel rueda en los estudios Churubusco, los mismos que acogen al
ídolo nacional, Mario Moreno “Cantinflas”. El aragonés comienza una estrecha y
larga colaboración con el guionista Luis Alcoriza. Buñuel trabaja con un bajo
presupuesto, un equipo casi íntegramente mexicano, y con poco tiempo. Encuentra
bastante libertad para hacer lo que quiere. Por ejemplo, un día Gabriel
Figueroa, su operador de cámara en Nazarín,
le había preparado un encuadre majestuoso e irreprochable del Popocatepelt, con
sus nubes blancas. Buñuel dijo que muy bonito, pero que no era lo que buscaba;
asió la cámara y la dio media vuelta, hasta enfocar un paisaje trivial. Eso era
lo que convenía a la historia, no una postal.
En México hace Buñuel muchas
películas, que le van dando fama internacional: Demonio y carne o Susana
(1950), El bruto (1952), Él (1953), Abismos de pasión (adaptación de Cumbres borrascosas, 1954), La
ilusión viaja en tranvía (1953), Ensayo de un crimen (1955)… En esta última
cinta y en Él, el realizador plasma
sendas monomanías neuróticas. Sus grandes títulos de la etapa mexicana serán Los olvidados (1950, drama de chicos
marginales y de pequeños criminales, alguno de los cuales intenta reformarse
sin conseguirlo, debido a la presión del cabecilla y del grupo); Nazarín (1959, adaptación de la novela
homónima de Pérez Galdós, impecable interpretación del actor español Francisco
Rabal, historia del sacerdote cuya caridad no es bien acogida en el mundo); El ángel exterminador (1962, basada en
un drama de Bergamín, sobre unos burgueses acomodados que no pueden salir, por
miedo, de un salón, y dan rienda suelta a sus ofuscaciones y groserías); Simón del desierto (1965, sobre el santo
que pierde su fe después de una vida sacrificada).
Pero el mejor cine de Buñuel, el
de factura impecable (por mayor presupuesto), más polémico y de mayor impacto
europeo y norteamericano, es el realizado entre Francia y España a partir de
1961, con Viridiana. El aragonés hace
equipo con los guionistas Julio Alejandro, y especialmente, Jean-Claude
Carrière, y los productores Gustavo Alatriste y, sobre todo, Serge Silberman.
Viridiana es la corrupción del pudor en beneficio del placer. Una
joven novicia (Silvia Pinal) cree haber sido poseída por su tío mientras yacía
narcotizada en el lecho. Poco a poco, abandona su recato y termina formando
trío con la criada de la casa (Margarita Lozano) y su propio primo calavera
(Francisco Rabal). En un final apoteósico, inconmensurable, que se burló de la
estúpida censura, el primo invita a jugar a Viridiana al tute con él y con la
sirvienta. No se puede decir más con menos.
Diario de una camarera adapta la novela homónima de Octave Mirbeau,
escritor admirado por Buñuel. Es uno de los filmes más redondos del director. La
joven y bella Célestine (Jeanne Moreau) llega de París para servir en una gran
mansión provinciana. Pronto descubre que será el centro y objetivo sexual de
los señoritos a quienes atiende. Descubrimos cómo quien no es nada porque
procede del pueblo, debe someterse al acoso y los extraños juegos de quienes
ostentan el mando. La alcoba es el círculo ritual del burgués acomplejado. Su
“locus amoenus”. Célestine sigue esos rituales entre burlas y veras. Mientras,
el lacayo Joseph (Georges Géret) encarna el proletariado lumpen, de ideas
ultraderechistas y xenófobas. Él también pretende a Célestine. El cura local
proscribe a la señora de la casa sentir placer durante el coito, mientras le
pide ayuda para las necesidades de la parroquia. Célestine, asqueada de este
ambiente mezquino, decide volver a París. Pero en la estación se entera del
asesinato y violación de una niña que vivía en la casa, y determina permanecer
un tiempo más, pues conoce al culpable y desea que resulte apresado. El
violador e infanticida no es otro que el extremista Joseph, quien, no obstante,
no es encontrado culpable y se establece tranquilamente en otro sitio. La
exoneración del culpable es un motivo recurrente en la obra de Buñuel.
Reaparece en El fantasma de la libertad,
cuando se condena a un francotirador que ha matado a numerosos transeúntes y,
sin embargo, es liberado y felicitado acto seguido. Esta extraña acción
indiscriminada reproduce la aspiración máxima del acto surrealista, según
Breton: salir a la calle con una pistola y matar a quien se cruce.
La violencia social, sexual y
física de Diario de una camarera
están presentes en la novela original de Mirbeau. Confluyen en el personaje de
Joseph, el jardinero, de quien ya hemos hablado. Este individuo, por ejemplo,
para repugnancia de Célestine, sacrifica a los patos de modo que se sientan
morir; Buñuel recoge la escena en su filme.
Belle de jour (1967) se basa en la novela de Joseph Kessel.
Séverine (Catherine Deneuve), la atractiva mujer de un médico que ha sufrido
abusos de niña, siente deseos de ser vilmente humillada. En sus sueños, imagina
que su marido la hace azotar y poseer. Por Henri, un amigo libertino del
esposo, toma nota de una casa de citas de París. Se emplea allí como
prostituta, de dos a cinco de la tarde. Un día Henri la descubre, pero no hace
uso de sus servicios. Uno de sus clientes –un joven maleante—se encapricha
locamente de ella y dispara contra el esposo, dejándolo ciego y parapléjico. La
mala vida de Séverine ha provocado la desgracia de su marido, por lo que la
película tendría así una lectura moralista. Séverine queda condenada a
permanecer junto al tullido, a quien a veces imagina recuperando la normalidad
y tratándola con afecto.
La Vía Láctea (1969) es una idea original de Buñuel y Carrière, una
sátira surrealista. En época actual, dos vagabundos se dirigen a pie a Santiago
de Compostela. Por el camino son testigos de numerosas visiones que reproducen
algunas de las herejías más sonadas relacionadas con el cristianismo:
priscilianismo, jansenismo, protestantismo… La escena más polémica es cuando
Jesucristo ríe los chistes de sus discípulos y se afeita la barba. La película
denuncia las aberraciones, éticas y sexuales, a que conduce una religiosidad
malsana.
Tristana (1969) parte de otra novela de Galdós. Cuenta la historia
de la adolescente seducida por su preceptor. Tristana (Catherine Deneuve) huye
con el joven pintor Horacio (Franco Nero) para escapar del dominio de don Lope
(Fernando Rey). Pero un tumor en una pierna, y su consiguiente amputación, le
hace volver con su carcelero. En el fondo, Tristana desea la seducción del
viejo. Cuando descubre que este se ha ablandado, precipita su muerte. De nuevo,
tenemos la pulsión masoquista encerrada en el argumento. Varias veces insistía
Hitchcock en preguntar a Buñuel por la pierna de Tristana.
El fantasma de la libertad (1974) se compone de diversos cuadros
surrealistas donde se subvierte el orden moral. Se inicia con los fusilamientos
por los franceses de patriotas españoles. En un templo, se escenifica la
leyenda El beso, de Bécquer. En una
posada, en una escena de gerontofilia, un joven seduce a su niñera, mucho mayor
que él. En una academia de policía, los gendarmes se mofan de un instructor y
de sus superiores. Unos padres reprochan a su hija la posesión de una colección
de fotos de monumentos del mundo, por considerarlos a cuál más obsceno. Dicha
colección inocente ha llegado a sus manos cedida por un presunto pederasta en
un parque. (Esta secuencia traspone una de las fechorías ideales de los
surrealistas parisinos: proyectar una película porno en una sesión infantil).
En cierto modo, parafraseando a
otro maño, Goya, Buñuel podría haber dicho: “El sueño de la burguesía produce
monstruos”. Esa misma clase que fue su cuna y de la que él intentó, tal vez sin
éxito, renegar.
Ese oscuro objeto del deseo (1977), el último filme de Buñuel, escenifica
La mujer y el pelele, de Pierre Loüys.
Dos actrices distintas (Carole Bouquet y Ángela Molina) interpretan el mismo
personaje, Conchita, el objeto de deseo de un ardoroso pero torpe burgués
gentilhombre, Mateo (Fernando Rey). Mateo emplea en su casa a Conchita, a quien
cree virgen. Se propone poseerla a toda costa. La chica aparece y desaparece
innumerables veces, mientras su madre (María Asquerino) apalabra con Mateo la
entrega de la muchacha. Está claro que ambas se burlan de las pretensiones del hombre
maduro. En un parque, Mateo es atracado por los amigos de Conchita, que le
exigen una determinada cantidad de francos. Conchita confiesa su vinculación
con ellos a Mateo, quien le regala de buena fe el dinero. Conchita y su madre
van sacando a Mateo diversas “ayudas”. Mateo sigue a Conchita hasta Sevilla,
donde incluso le regala una lujosa casa. En su patio andaluz, Conchita finge
practicar sexo con un guitarrista, ante la mirada aterrada de Mateo, congregado
tras la verja del portón. Las humillaciones se suceden y se continúan en un
tren, donde Conchita y Mateo discuten y se arrojan cubos de agua. “Dichoso también el eunuco que no practicó
el mal […] Recibirá una gracia
especial por su fidelidad, y un puesto envidiable en el templo del Señor”
(Sab 3, 14).
En cierto modo, Buñuel vio en La mujer y el pelele una suerte de
justicia poética: el pueblo –representado por Conchita—se burla de la burguesía
improductiva –encarnada por Mateo--. Esa misma burguesía que cosifica a sus
súbditos y los quiere despersonalizar. Queda muy explícito, también, en Diario de una camarera (1900), de
Mirbeau: “Un sirviente no es un ser
normal, un ser social… Es alguien disparatado, hecho de piezas y de pedazos que
no pueden ajustarse uno en otro, yuxtaponerse uno al otro… Es algo peor: un
monstruo híbrido humano… No es del pueblo, de donde sale; no es, tampoco, de la
burguesía, donde vive y adonde tiende… Del pueblo, del cual renegó, perdió la
sangre generosa y la fuerza inocente… De la burguesía obtuvo los vicios
vergonzosos, sin haber podido adquirir los medios de satisfacerlos… Y los
sentimientos viles, los miedos cobardes, los apetitos criminales, sin el
decorado y en consecuencia sin la excusa de la riqueza… Con el alma manchada,
atraviesa el decente mundo burgués, y apenas aspira el olor mortal que asciende
de sus cloacas pútridas pierde para siempre la seguridad de su mente y hasta la
misma forma de su yo… En el fondo de todos esos recuerdos, entre esa multitud
de figuras por las que vaga, fantasma de sí mismo, solo encuentra basura para
remover, es decir sufrimiento…” Mirbeau no está hablando de nada más sino
del concepto marxista de alienación.
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Ni siquiera el propio Buñuel pudo
cumplir su último deseo. Un deseo insatisfecho. “Pese a mi odio a la información –declaró--, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años,
llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con
mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio
y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el
refugio tranquilizador de la tumba”.
© Antonio Ángel Usábel,
noviembre de 2013.
[Mi último suspiro, de Luis Buñuel, está disponible en la traducción
al español de Ana María de la Fuente, para Random House Mondadori S.A., en la
colección Debolsillo Contemporánea, marzo de 2012]
[Otros textos de interés sobre Buñuel y su círculo, son: Ian Gibson, Luis Buñuel, la forja de un cineasta universal (1900-1938), Ed. Aguilar, octubre de 2013; comprende solo la primera parte de la vida y la producción del realizador, hasta la Guerra Civil; Agustín Sánchez Vidal, Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin, Ed. Planeta, Premio Espejo de España 1988].