Alfred Hitchcock, el
maestro del suspense, se pasó su vida profesional plagiándose a sí mismo,
reutilizando componentes en sus nuevas películas que ya había empleado
anteriormente, en sus dos etapas británicas, tanto la muda como la sonora. Sus
guiones no eran originales y se basaban en novelas y obras dramáticas, las
cuales llegaban a tener algunos puntos coincidentes que el director convirtió
en motivos recurrentes. Así, la persecución del inocente se transparenta en The
Lodger, y constituye toda la trama de 39 escalones, Falso
culpable y Con la muerte en los talones. El auditorio que sirve de
refugio improvisado al protagonista, acosado, se utiliza en 39 escalones
y en Con la muerte en los talones. El asesinato, o intento de asesinato,
sobre un escenario se emplea en 39 escalones y El hombre que sabía
demasiado (en sus dos versiones).
The Lodger (El
inquilino) es un filme silente de 1926, que Hitchcock consideraba su primer
trabajo importante y propiamente característico de él. En España recibió el
emblemático título de El enemigo de las rubias, más acorde con su
temática, pues trata de un asesino en serie que, cada martes, en Londres, acaba
con una mujer de ese tipo. Pero, además, y seguramente sin que se advirtiera en
esos años, apuntaba a una de las más seguras obsesiones de Hitchcock: las rubias.
Todas sus actrices fetiche lo eran, o bien las hacía aparecer como tales: Anny
Ondra, Joan Barry, Madeleine Carroll, Joan Fontaine, Ingrid Bergman, Grace
Kelly, Kim Novak, Tippi Hedren, Janet Leigh, Doris Day, Vera Miles. The
Lodger parte de una novela de Marie Belloc Lowndes, adaptada para el cine
por el propio realizador y Eliot Stannard. Sin duda alguna, los crímenes de
Jack el Destripador, cometidos en 1888, inspiran el impulso criminal del sujeto
que burla a la policía y que puede residir como huésped en la humilde vivienda
de un matrimonio maduro que tiene una hermosa hija que trabaja como modelo de
pasarela en una tienda de modas. Daisy (June Tripp) también es rubia, y puede
estar en el objetivo del criminal. Pero cuenta con la ventaja de ser pretendida
y custodiada por un joven inspector de policía, Joe. El huésped (Ivor Novello) es
un melancólico inquilino de rostro evanescente y famélico, todo ataviado de
negro, y que porta un maletín como el que usan los doctores. Lo primero que
hace al alquilar su cuarto en casa de los padres de Daisy es dar la vuelta a
los retratos de varias mujeres rubias, que luego ordena descolgar y retirar. Es
un individuo nervioso y taciturno, que pasea su habitación como un puma
enjaulado (Hitchcock ordenó construir un suelo de cristal para filmarlo desde
abajo caminando; la excusa para tal barroquismo fue que, al ser muda la
película, era imposible escuchar sus pasos, y por ello había que verlos,
mostrarlos). Ivor Novello, en su primera aparición a los quince minutos de
iniciarse el relato, parece una criatura de la noche, un ser enajenado de ojos
escrutadores y luminosos, casi vampírico. Tal vez le quede próximo el sonámbulo
que interpreta Conrad Veidt en El gabinete del doctor Caligari (Robert
Wiene, 1920). Pronto la casera comienza a sospechar de él, ya que le da por
salir la noche del martes, coincidiendo con el momento de un nuevo crimen.
Ninguna mujer rubia está segura, ni quizá en ningún sitio. Incluso en el cuarto
de baño, dentro de la bañera, toda desnuda y a solas. ¡Sí! The Lodger
encierra una secuencia que sirve de premonición a la famosa escena de Psicosis
(1960). Cuando la protagonista toma un baño, y el sospechoso de tanta desgracia
está al otro lado de la puerta, tentado de entrar.
El detective Joe y la madre de la
heroína cada vez están más convencidos de la culpabilidad del inquilino. Un
registro de su dormitorio permite encontrar indicios muy comprometedores: un
plano con marcas de los lugares donde se cometieron los asesinatos y una
pistola. La policía detiene y esposa al huésped, quien, no obstante, consigue
huir y casi es atrapado y linchado por la enfurecida masa. Tenemos a un
presunto criminal enganchado a una verja y colgando de unas esposas. Los
grilletes comprometedores se volverán a repetir en 39 escalones. La
acción, sin embargo, da un giro favorable a la salvación del huésped. Cuando
menos, será escuchado y podrá recibir la justicia que quizá le corresponde.
Hay que indicar que el filme no
contó con el desenlace que Hitchcock quería darle. El realizador deseaba sembrar
la incertidumbre en el espectador, un final abierto donde todo fuera posible.
Los productores no estuvieron conformes, el protagonista tampoco, y se cambió
el final.
Toda la filmación fue planificada
por Hitchcock al detalle, mediante el dibujo de bocetos de cada secuencia e
instrucciones precisas a los decoradores e iluminadores. Se sabía de antemano
cada ángulo de cámara y cada encuadre. Como le gustaba presumir al director, la
película ya estaba hecha antes de rodarla. Este sistema de trabajo reducía el
tiempo de rodaje y evitaba imprevistos. Se avanzaba rápido y eso era de
agradecer por la producción. Además, era una forma de controlar cuidadosamente
lo que se rodaba, ni un metro más ni menos de celuloide. El montaje quedaba
condicionado por el material rodado y el modo de planificación de cada escena,
con lo cual Hitchcock se aseguraba de que se editara como él quería el acabado
definitivo. No obstante, se propuso un segundo montaje, que fue el que se
estrenó. Se eliminaron muchos rótulos de diálogo superfluos y se regrabaron
algunas pocas escenas, para volverlas más verosímiles.
El propio realizador advertiría a
François Truffaut (en El cine según Hitchcock, cap. 5) que su trabajo en
América “ha desarrollado y ampliado mi instinto –el instinto de las
ideas—pero el trabajo técnico estaba firmemente definido, en mi opinión. desde
The Lodger. Después de The Lodger no he cambiado nunca de opinión sobre la
técnica y sobre la utilización de la cámara. Digamos que el primer período
podría titularse la sensación del cine. El segundo período ha sido el de la
formación de las ideas”.

La marca que deja el asesino sobre
cada cadáver es un triángulo con la palabra “Vengador”. El triángulo alude al
área específica de la ciudad donde se producen los crímenes. Pero, además, y
perversamente, señala a la relación que se establece entre la heroína Daisy, su
pretendiente policía, y el sospechoso inquilino. En otras películas de
Hitchcock esta relación triangular –la de la mujer pretendida y cortejada por
dos hombres—se hará más explícita todavía. Sucede en The Manxman (1929),
con dos hombres enamorados de la misma chica; ella queda encinta de uno de
ellos, abogado, y el otro, un humilde pescador, se ofrece como padre de la
criatura y esposo de la joven. También en Ricos y extraños (Lo mejor
es lo malo conocido, 1932), donde una pareja se embarca en un crucero y
ambos tienen relaciones con otras personas por separado. Finalmente, y tras
sobrevivir a un naufragio, se reconcilian y siguen con su vida feliz. En El
agente secreto (1936), un escritor metido a espía se encuentra con su
“esposa” en Suiza, y la encuentra acosada por un simpático seductor, Marvin,
papel que desempeña Robert Young. Encadenados (1946) es la quintaesencia
del sacrificio de una hermosa heroína (Alicia / Ingrid Bergman) entregada a un
hombre que no la merece, ni por el físico ni por el tono, mientras permanece
vigilante su apuesto, elegante y educado “rescatador” Devlin (Cary Grant). Alicia
tiene que saber ser lo que el realizador adoraba: dama y puta a la vez. En Con
la muerte en los talones (1959), el personaje de Eva Marie-Saint se ve
obligado a oscilar entre Roger Thornhill (Cary Grant) y Phillip Vandamm (James
Mason), una bella mujer que se disputan dos hombres antagónicos. Incluso
aparecen madres soberanamente posesivas, como la áspera y taciturna señora
Sebastien de Encadenados, la despiadada señora Bates de Psicosis
(1960), o la desconfiada señora Brenner de Los pájaros (1963), que
parece querer obstaculizar el sueño de oro de su hijo Mitch (Rod Taylor) con
Melanie Daniels (Tippi Hedren). Entre el libertinaje y la amenaza de castración
se sitúan muchos de los caracteres de las películas de Hitchcock. Quizá era la
manera de desafiar el rígido código moral católico en el que Hitchcock fue
educado desde niño. Más que reprobar dichas situaciones escabrosas, parece que
el director las alentara o se sintiera atraído por ellas. El mismo año que se
estrenó The Lodger, el 2 de diciembre de 1926, Hitchcock se casó con su
fiel y estrecha colaboradora Alma Reville. Alma trabajó de decoradora,
montadora, guionista y ayudante de dirección para Hitchcock. Buscando material
en París para Ricos y extraños, el propio director le declaró a Truffaut
que le preguntó a un joven dónde se podía ver la danza del vientre. Entonces
les subió a los dos a un taxi que los llevó a un local. “Dije a mi mujer:
“Apuesto a que nos lleva a un burdel”. Luego le pregunté: “¿Tú quieres venir o
no?” y ella respondió “¡Bueno! Vamos”. Jamás en nuestra vida habíamos estado en
un lugar semejante; entonces llegaron las chicas, nos ofrecieron champán y la
patrona me preguntó, delante de mi mujer, si me gustaría pasar un ratito con
alguna de las muchachas. Nunca me había sucedido esto, y, todavía hoy es
cierto, nunca había tenido tratos con tal clase de mujeres. En resumen,
regresamos al teatro…” (El cine según Hitchcock, cap. 3). Podemos
creer en un Alfred y un Alma moralistas, saliendo de ese prostíbulo a toda
carrera, o podemos pensar… en alguien que se dejó llevar por la pintoresca y
animosa invitación.
¿Por qué rubias y no morenas?
Quizá porque son “como la
nieve virgen que desvela en su blancura los restos de sangre”. La pureza de
una rubia puede –y debe ser, según el código hitchcockniano—engañosa. Casta, en
apariencia, inocente hasta el pecado, irresistible hasta el límite del deseo. Hitchcock
declaraba: “Son auténticas damas que saben transformarse en prostitutas a la
hora de pasar al dormitorio”. Buscaba en sus rubias cierta frigidez
fingida, un asomo de distanciamiento del hombre, que las volvía mucho más
interesantes y provocativas. No hay nada como perseguir, pleitear y rendir. Es lo
más excitante dentro del juego sexual que plantea Hitchcock. Y así, le continúa
confesando a Truffaut: “Creo que las mujeres más interesantes, sexualmente
hablando, son las mujeres británicas. Creo que las mujeres inglesas, las
suecas, las alemanas del Norte y las escandinavas son más interesantes que las
latinas, las italianas o las francesas. El sexo no debe ostentarse. Una muchacha
inglesa, con su aspecto de institutriz, es capaz de montar en un taxi con usted
y, ante su sorpresa, desabrocharle la bragueta” (El cine según Hitchcock,
cap. 11).
© Antonio Ángel Usábel, julio
de 2025.