Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

viernes, 18 de julio de 2025

"Sweet Charity"

Sweet Charity fue un musical estrenado en Broadway en 1966, que partía del guion de Las noches de Cabiria, de Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli y Pier Paolo Pasolini. La historia pretendía poner rostro humano a la prostitución, mostrando a una señorita de compañía sumamente ingenua que busca el amor verdadero. Los hombres con los que topa no la merecen, pues, o son banales, o incluso se aprovechan de ella una y otra vez. 

El musical de Broadway contó con la participación de Neil Simon y de Bob Fosse. La partitura se debió a Cy Coleman, y las letras a Dorothy Fields. Algún tiempo después, Universal Pictures quiso llevarlo a la pantalla, y consintió que el mismo coreógrafo Bob Fosse –sin ninguna experiencia previa tras las cámaras—adaptara y dirigiera el largometraje. Fosse ya había participado en algunos rodajes, como bailarín, pero sin destacar especialmente (no en la línea de Fred Astaire, Gene Kelly, o Donald O´Connor). Peter Stone pulió el libreto de Simon. Para actriz protagonista se eligió a Shirley MacLaine, y no a la esposa de Fosse, Gwen Verdon, quien fue quien estrenó el papel. El director de fotografía fue el extraordinario veterano Robert L. Surtees y el rodaje se extendió durante doce semanas, incluyendo escenarios naturales de la ciudad de Nueva York. El estreno original fue el 14 de febrero de 1969. En España se estrenó con el extravagante título de Noches en la ciudad.

Las noches de Cabiria (1957) era la historia amarga de la prostituta que desea redimirse, sin conseguirlo. Sweet Charity suaviza el desempeño: no presenta, exactamente, a una hetaira, sino a una bailarina de un club de alterne. De las tres virtudes teologales, la infeliz lleva dos en el nombre: Esperanza y Caridad. Como si se pretendiera probar la doctrina protestante de la predestinación, la protagonista parece haber nacido con el estigma de dedicarse a la cura del sentimiento, pero sin posibilidad de encontrar el amor. Baila con hombres que pagan para ello, escucha sus penas, tal vez les dirige unas palabras consoladoras de fingido cariño. En el fondo, es la confesora que necesita ser consolada, redimida, rescatada de tanto infortunio y desamparo. Lleva consigo mucho amor, pero no encuentra a quién ofrecerlo. La soledad la corroe por dentro, la aprisiona, y su trabajo la desespera y hastía.

A Shirley MacLaine (eterna Irma la Dulce, delicada y sensible ascensorista de El apartamento) vuelve a tocar hacer de señorita de compañía. Esta vez, en un club de alterne, donde convive con muchas otras chicas de sueños rotos o quizá imposibles. Ingenua hasta el tuétano, cree tanto en la bondad humana que se deja avasallar y pisotear una y otra vez. Nada la desengaña. Y su fortaleza interior es tal que, aunque la atropelle un MAN, ella sigue en pie, tratando de sonreír al mundo y de tener la convicción de querer seguir viviendo, pues el paraíso puede esperar al otro lado de cualquier esquina. Como Luther King, parece haber tenido un sueño, y está feliz, pues ha visto el otro lado de la colina. Un más acá esperanzador. Una vida mejor, en un feliz matrimonio.

Bob Fosse con esos bailes que son y no son, con esos torsos de movimientos forzados que adelantan la coreografía vertiginosa de All That Jazz (1979), su testamento cinematográfico, y Palma de Oro en Cannes. No hay música pegadiza; hay esbozos que, sin embargo, resultan efectivos, que atrapan porque hablan de modernidad, de un ensayo general de número sin pulir lo suficiente, sin acabar. Un estilo ya presentado algunos años atrás por Jerome Robbins en West Side Story (1961), pero sin pretender para nada buscar el acabado perfecto, aunque el escenario sea el mismo: un garaje, un callejón, o una azotea.

Colores y glamour sicodélicos, como es propio del aire atestado de humo de marihuana de los sesenta y setenta. Fortaleza y osadía de los rojos, amarillos, verdes y azules. Un mundo que disfraza su decadencia con soflamas de paz y amor, que hace que se lleven margaritas en las manos y guirnaldas en la cabeza, con esa juventud --divino tesoro--, que camina a ninguna parte, atrapada en el horizonte de sucesos de un agujero negro.

El final elegido para el filme de Fosse reproduce fielmente el otorgado, en su momento, por Fellini: la protagonista, condenada a tener más moral que el Alcoyano. No obstante, se conserva rodado un segundo final, “dulce”, donde chico y chica se prometen amor para siempre. Este final alternativo se puede ver hoy en la edición en vídeo de la película.

MacLaine conmueve, hace de Charity Hope Valentine una mujer muy humana, deseosa de entrega a su Príncipe azul. Se desenvuelve con soltura en los números musicales, perfectamente flanqueada por las carismáticas Paula Kelly, Suzanne Charny y Chita Rivera. John McMartin –actor sumamente soso--cumple sin más como el dubitativo Óscar, y Ricardo Montalban destaca en un simpático rol de actor decadente, soltero, mujeriego, y señor de una mansión estrafalaria repleta de objetos de lujo. La estrella Sammy Davis Jr. se deja ver en un único número, y Ben Vereen pone, también, su granito de arena.

Sweet Charity / Noches en la ciudad es una película muy entrañable, injustamente postergada, aun en los canales televisivos. No se la programa, menciona ni recuerda. En uno de sus escenarios, perteneciente al MOMA neoyorquino, se homenajea a España y a uno de sus poetas eternos, pues Óscar y Charity contemplan la cabeza de Antonio Machado Ruiz, escultura en gran tamaño debida al artista turolense Pablo Serrano.

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2025.

 

sábado, 12 de julio de 2025

Tributo a Hitchcock.

Abe The Ape es el seudónimo artístico de Abraham Menéndez (Gijón, 1977), un ilustrador y escritor asturiano, que ha alumbrado, en febrero de 2021, Alfred Hitchcock: El enemigo de las rubias (Lunwerg Editores). El volumen, cuidadosamente editado, es un homenaje al arte cinematográfico de Alfred Hitchcock, con sus luces y sombras, pues, no en vano, a veces al Diablo se le llama Luzbel, o Lucifer, el “portador de luz”. Una pantalla de cine reflecta la luz de un proyector, donde se conjura un aquelarre de imágenes que, durante un tiempo, engaña y entretiene a un público. El cometido que se propuso el director británico fue no solo distraer, sino, sobre todo, cautivar a los espectadores, de modo que se sintieran plenamente identificados con lo que les ocurre en la historia a los protagonistas. El “suspense” consiste en mantener en vilo, en seguir con emoción máxima lo que sucede. En las películas de Hitchcock el público puede tener la misma información que sus héroes o heroínas, situándose como si vivieran exactamente lo que ellos y ellas viven, o incluso más detalles, y entonces parece que aquel puede adelantarse a los próximos acontecimientos, deseando avisar a los personajes sobre lo que va a ocurrir. 

Hitchcock está hoy calificado como una personalidad compleja y polémica: que si acosaba a sus actrices, que si trataba como “ganado” a sus actores, que si sometía a sus protagonistas a muy duras sesiones de rodaje, donde a menudo preparaba bromas crueles… Pero Hitchcock se sabía un genio, un realizador manierista que había creado un estilo propio de filmar, y eso era lo único que importaba para él. Desde 1926, al menos, sus películas llevaban “el sello Hitchcock”, su impronta personal que las caracteriza: el inocente perseguido, el ritmo trepidante, la notoriedad de ciertos fetiches, sus cameos en escena… Su esposa, Alma Reville, –de la que a menudo se dice que fue relegada voluntariamente a un segundo plano por un marido ególatra—recibió un día directamente las quejas de acoso de Tippi Hedren –creación para el Cine de Hitchcock--: “Alma era un enigma para todos. Nadie entendía su relación. Una vez vino al rodaje y me dijo que sentía que tuviese que pasar por todo lo que estaba pasando, yo la miré y le dije que ella podría pararlo. Simplemente me miró, me cogió la mano, sonrió y se fue” (v. pp. 92-93).

Es seguro que Hitchcock se excedió, y que sus planteamientos y acciones en el plató hubieran sido reprobados y hasta penados hoy en día. Se obsesionó con varias actrices, cuyo distanciamiento de él consideró como una afrenta personal: Ingrid Bergman al partir a Europa con Rossellini, Grace Kelly al convertirse en princesa de Mónaco, Vera Miles al quedar encinta y no poder asumir un papel, Kim Novak al no repetir después de Vértigo. Con Tippi Hedren fue especialmente brutal: hundió su carrera, interfiriendo en nuevos proyectos, si bien ella no era una intérprete especialmente talentosa y que, posiblemente, hubiera quedado encasillada en producciones de serie B relacionadas con el misterio o el terror. El celoso director la mantuvo en nómina tres años, sin hacer nada. Cuando François Truffaut la reclamó para su excepcional Fahrenheit 451, Hitchcock se negó a cederla (v. p. 82). En única defensa del director, se podría decir que convirtió a Tippi en un icono de la cultura popular, la protagonista de Los pájaros (1963), ese increíble alarde de técnica cinematográfica que se adelanta cincuenta años a su tiempo y ofrece un despliegue de efectos visuales espectaculares, nunca antes vistos en Cine. 

El libro de Abe The Ape reconoce la monstruosidad del monstruo, pero, a la vez, se rinde al inmenso talento y a la creación de un código visual propio de Sir Alfred. Nunca Grace Kelly apareció más bella y mejor vestida (por la grandiosa Edith Head) que en La ventana indiscreta y Atrapa a un ladrón. ¡Cómo envidiamos a James Stewart y a Cary Grant! Hitchcock cuidaba lo visual al milímetro: el cromatismo de los decorados y de los trajes, su interpretación por el espectador, su estilo elegante, clásico e innovador a partes iguales. Hermosísima también Ingrid Bergman en Encadenados, profundamente sensual en sus escenas con Cary Grant. Sin duda alguna, con Hitchcock hay un antes y un después en la exaltación del heroísmo y de la incitación femenina.

Aunque su fuente informativa principal sea el maravilloso El cine según Hitchcock, de Truffaut, el libro de Abe The Ape no es un volumen ni mucho menos redundante o “prescindible”, sino una joyita que debe estar presente en el anaquel de todo buen aficionado al Cine, y, desde luego, un regalo oportuno y magnífico para quien lo quiera dar a descubrir. Desgrana simpáticas anécdotas de algunos rodajes, como la que se produjo con Tallulah Bankhead en el escenario de Náufragos. La actriz gustaba de no llevar ropa interior, y el personal se quejó por el atrevimiento al director. Entonces, Hitchcock respondió, parsimonioso: “¿Y a quién aviso, al departamento de vestuario, o al de peluquería?” A buen entendedor…

Las ilustraciones creadas por Abe The Ape –en modo cómic, y en color-- son una recreación de todo el universo Hitchcock: sus protagonistas femeninas en poses reconocibles, instantáneas libremente esbozadas de varias secuencias emblemáticas, caricaturas de los colaboradores principales en sus películas. Un libro de fácil lectura, para recrear –y volver a saborear—en pocas horas lo mejor de Sir Alfred, Diablo y Genio del Arte llamado Cine.

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2025.  

sábado, 5 de julio de 2025

Hitchcock, anatomía de una obsesión.

Alfred Hitchcock, el maestro del suspense, se pasó su vida profesional plagiándose a sí mismo, reutilizando componentes en sus nuevas películas que ya había empleado anteriormente, en sus dos etapas británicas, tanto la muda como la sonora. Sus guiones no eran originales y se basaban en novelas y obras dramáticas, las cuales llegaban a tener algunos puntos coincidentes que el director convirtió en motivos recurrentes. Así, la persecución del inocente se transparenta en The Lodger, y constituye toda la trama de 39 escalones, Falso culpable y Con la muerte en los talones. El auditorio que sirve de refugio improvisado al protagonista, acosado, se utiliza en 39 escalones y en Con la muerte en los talones. El asesinato, o intento de asesinato, sobre un escenario se emplea en 39 escalones y El hombre que sabía demasiado (en sus dos versiones). 

The Lodger (El inquilino) es un filme silente de 1926, que Hitchcock consideraba su primer trabajo importante y propiamente característico de él. En España recibió el emblemático título de El enemigo de las rubias, más acorde con su temática, pues trata de un asesino en serie que, cada martes, en Londres, acaba con una mujer de ese tipo. Pero, además, y seguramente sin que se advirtiera en esos años, apuntaba a una de las más seguras obsesiones de Hitchcock: las rubias. Todas sus actrices fetiche lo eran, o bien las hacía aparecer como tales: Anny Ondra, Joan Barry, Madeleine Carroll, Joan Fontaine, Ingrid Bergman, Grace Kelly, Kim Novak, Tippi Hedren, Janet Leigh, Doris Day, Vera Miles. The Lodger parte de una novela de Marie Belloc Lowndes, adaptada para el cine por el propio realizador y Eliot Stannard. Sin duda alguna, los crímenes de Jack el Destripador, cometidos en 1888, inspiran el impulso criminal del sujeto que burla a la policía y que puede residir como huésped en la humilde vivienda de un matrimonio maduro que tiene una hermosa hija que trabaja como modelo de pasarela en una tienda de modas. Daisy (June Tripp) también es rubia, y puede estar en el objetivo del criminal. Pero cuenta con la ventaja de ser pretendida y custodiada por un joven inspector de policía, Joe. El huésped (Ivor Novello) es un melancólico inquilino de rostro evanescente y famélico, todo ataviado de negro, y que porta un maletín como el que usan los doctores. Lo primero que hace al alquilar su cuarto en casa de los padres de Daisy es dar la vuelta a los retratos de varias mujeres rubias, que luego ordena descolgar y retirar. Es un individuo nervioso y taciturno, que pasea su habitación como un puma enjaulado (Hitchcock ordenó construir un suelo de cristal para filmarlo desde abajo caminando; la excusa para tal barroquismo fue que, al ser muda la película, era imposible escuchar sus pasos, y por ello había que verlos, mostrarlos). Ivor Novello, en su primera aparición a los quince minutos de iniciarse el relato, parece una criatura de la noche, un ser enajenado de ojos escrutadores y luminosos, casi vampírico. Tal vez le quede próximo el sonámbulo que interpreta Conrad Veidt en El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920). Pronto la casera comienza a sospechar de él, ya que le da por salir la noche del martes, coincidiendo con el momento de un nuevo crimen. Ninguna mujer rubia está segura, ni quizá en ningún sitio. Incluso en el cuarto de baño, dentro de la bañera, toda desnuda y a solas. ¡Sí! The Lodger encierra una secuencia que sirve de premonición a la famosa escena de Psicosis (1960). Cuando la protagonista toma un baño, y el sospechoso de tanta desgracia está al otro lado de la puerta, tentado de entrar. 


El detective Joe y la madre de la heroína cada vez están más convencidos de la culpabilidad del inquilino. Un registro de su dormitorio permite encontrar indicios muy comprometedores: un plano con marcas de los lugares donde se cometieron los asesinatos y una pistola. La policía detiene y esposa al huésped, quien, no obstante, consigue huir y casi es atrapado y linchado por la enfurecida masa. Tenemos a un presunto criminal enganchado a una verja y colgando de unas esposas. Los grilletes comprometedores se volverán a repetir en 39 escalones. La acción, sin embargo, da un giro favorable a la salvación del huésped. Cuando menos, será escuchado y podrá recibir la justicia que quizá le corresponde.

Hay que indicar que el filme no contó con el desenlace que Hitchcock quería darle. El realizador deseaba sembrar la incertidumbre en el espectador, un final abierto donde todo fuera posible. Los productores no estuvieron conformes, el protagonista tampoco, y se cambió el final.

Toda la filmación fue planificada por Hitchcock al detalle, mediante el dibujo de bocetos de cada secuencia e instrucciones precisas a los decoradores e iluminadores. Se sabía de antemano cada ángulo de cámara y cada encuadre. Como le gustaba presumir al director, la película ya estaba hecha antes de rodarla. Este sistema de trabajo reducía el tiempo de rodaje y evitaba imprevistos. Se avanzaba rápido y eso era de agradecer por la producción. Además, era una forma de controlar cuidadosamente lo que se rodaba, ni un metro más ni menos de celuloide. El montaje quedaba condicionado por el material rodado y el modo de planificación de cada escena, con lo cual Hitchcock se aseguraba de que se editara como él quería el acabado definitivo. No obstante, se propuso un segundo montaje, que fue el que se estrenó. Se eliminaron muchos rótulos de diálogo superfluos y se regrabaron algunas pocas escenas, para volverlas más verosímiles.

El propio realizador advertiría a François Truffaut (en El cine según Hitchcock, cap. 5) que su trabajo en América “ha desarrollado y ampliado mi instinto –el instinto de las ideas—pero el trabajo técnico estaba firmemente definido, en mi opinión. desde The Lodger. Después de The Lodger no he cambiado nunca de opinión sobre la técnica y sobre la utilización de la cámara. Digamos que el primer período podría titularse la sensación del cine. El segundo período ha sido el de la formación de las ideas”.

La marca que deja el asesino sobre cada cadáver es un triángulo con la palabra “Vengador”. El triángulo alude al área específica de la ciudad donde se producen los crímenes. Pero, además, y perversamente, señala a la relación que se establece entre la heroína Daisy, su pretendiente policía, y el sospechoso inquilino. En otras películas de Hitchcock esta relación triangular –la de la mujer pretendida y cortejada por dos hombres—se hará más explícita todavía. Sucede en The Manxman (1929), con dos hombres enamorados de la misma chica; ella queda encinta de uno de ellos, abogado, y el otro, un humilde pescador, se ofrece como padre de la criatura y esposo de la joven. También en Ricos y extraños (Lo mejor es lo malo conocido, 1932), donde una pareja se embarca en un crucero y ambos tienen relaciones con otras personas por separado. Finalmente, y tras sobrevivir a un naufragio, se reconcilian y siguen con su vida feliz. En El agente secreto (1936), un escritor metido a espía se encuentra con su “esposa” en Suiza, y la encuentra acosada por un simpático seductor, Marvin, papel que desempeña Robert Young. Encadenados (1946) es la quintaesencia del sacrificio de una hermosa heroína (Alicia / Ingrid Bergman) entregada a un hombre que no la merece, ni por el físico ni por el tono, mientras permanece vigilante su apuesto, elegante y educado “rescatador” Devlin (Cary Grant). Alicia tiene que saber ser lo que el realizador adoraba: dama y puta a la vez. En Con la muerte en los talones (1959), el personaje de Eva Marie-Saint se ve obligado a oscilar entre Roger Thornhill (Cary Grant) y Phillip Vandamm (James Mason), una bella mujer que se disputan dos hombres antagónicos. Incluso aparecen madres soberanamente posesivas, como la áspera y taciturna señora Sebastien de Encadenados, la despiadada señora Bates de Psicosis (1960), o la desconfiada señora Brenner de Los pájaros (1963), que parece querer obstaculizar el sueño de oro de su hijo Mitch (Rod Taylor) con Melanie Daniels (Tippi Hedren). Entre el libertinaje y la amenaza de castración se sitúan muchos de los caracteres de las películas de Hitchcock. Quizá era la manera de desafiar el rígido código moral católico en el que Hitchcock fue educado desde niño. Más que reprobar dichas situaciones escabrosas, parece que el director las alentara o se sintiera atraído por ellas. El mismo año que se estrenó The Lodger, el 2 de diciembre de 1926, Hitchcock se casó con su fiel y estrecha colaboradora Alma Reville. Alma trabajó de decoradora, montadora, guionista y ayudante de dirección para Hitchcock. Buscando material en París para Ricos y extraños, el propio director le declaró a Truffaut que le preguntó a un joven dónde se podía ver la danza del vientre. Entonces les subió a los dos a un taxi que los llevó a un local. “Dije a mi mujer: “Apuesto a que nos lleva a un burdel”. Luego le pregunté: “¿Tú quieres venir o no?” y ella respondió “¡Bueno! Vamos”. Jamás en nuestra vida habíamos estado en un lugar semejante; entonces llegaron las chicas, nos ofrecieron champán y la patrona me preguntó, delante de mi mujer, si me gustaría pasar un ratito con alguna de las muchachas. Nunca me había sucedido esto, y, todavía hoy es cierto, nunca había tenido tratos con tal clase de mujeres. En resumen, regresamos al teatro…” (El cine según Hitchcock, cap. 3). Podemos creer en un Alfred y un Alma moralistas, saliendo de ese prostíbulo a toda carrera, o podemos pensar… en alguien que se dejó llevar por la pintoresca y animosa invitación.

¿Por qué rubias y no morenas?

Quizá porque son “como la nieve virgen que desvela en su blancura los restos de sangre”. La pureza de una rubia puede –y debe ser, según el código hitchcockniano—engañosa. Casta, en apariencia, inocente hasta el pecado, irresistible hasta el límite del deseo. Hitchcock declaraba: “Son auténticas damas que saben transformarse en prostitutas a la hora de pasar al dormitorio”. Buscaba en sus rubias cierta frigidez fingida, un asomo de distanciamiento del hombre, que las volvía mucho más interesantes y provocativas. No hay nada como perseguir, pleitear y rendir. Es lo más excitante dentro del juego sexual que plantea Hitchcock. Y así, le continúa confesando a Truffaut: “Creo que las mujeres más interesantes, sexualmente hablando, son las mujeres británicas. Creo que las mujeres inglesas, las suecas, las alemanas del Norte y las escandinavas son más interesantes que las latinas, las italianas o las francesas. El sexo no debe ostentarse. Una muchacha inglesa, con su aspecto de institutriz, es capaz de montar en un taxi con usted y, ante su sorpresa, desabrocharle la bragueta” (El cine según Hitchcock, cap. 11).

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2025.

martes, 8 de octubre de 2024

Crisis de identidad.

CEPICSA fue una pequeña productora fundada por dos hermanos gallegos falangistas, que pertenecía a un influyente empresario y financiero, Pedro Barrié de la Maza (director, durante más de treinta años, del Banco Pastor). En 1994, su almacén, cargado de centímetros de polvo y suciedad, fue registrado por Ramón Rubio, conservador de Filmoteca Española. En un altillo dio con una lata de celuloide y, en su interior, se hallaba una copia del filme Rojo y Negro, estrenado en un lejanísimo 1942. El director y guionista de este largometraje fue el igualmente falangista Carlos Arévalo Calvet, también escultor.

El mérito de esta película estriba en contar una historia del Madrid republicano desde el punto de vista de la Falange, pero evitando los maniqueísmos y respetando la hondura humana de sus protagonistas. El guion, al igual que Romeo y Julieta, o que Los cuatro jinetes del Apocalipsis, denuncia cómo las ideologías y las guerras (ya sean habidas estas entre clanes familiares, o de alcance general) separan trágicamente a personas que siempre se habían tratado, respetado y amado, incluso.

Rojo y Negro cuenta la relación de amor / amistad entre Luisa y Miguel, quienes se conocen desde niños. Sin embargo, ya en su espíritu infantil anida una distinta concepción de la vida: la pequeña Luisa aplaude y se enorgullece de ver desfilar a los soldados destinados a morir en Annual, en 1921. Para ella, van a la lucha a vengar a sus hermanos de sangre. El pequeño Miguel se muestra escéptico y no comprende la razón de ese sacrificio. Cuando crezca, Luisa se afiliará a la Falange; Miguel, a un partido de izquierdas. Con todo, no son personas que esgriman ningún tipo de extremismo; viven con sus ideas, pero con serenidad. A ambas las sorprende la contienda civil en un Madrid claustrofóbico, barrido por los chequistas que peinan los distritos en busca de los facciosos. A casa de la madre de Luisa llega uno de ellos, perseguido. Este se ha dejado un revólver oculto en su casa, y la aguerrida Luisa va a recogerlo. Es una mujer intrépida, valiente. Con ánimo de saber de la suerte de un camarada, se hace pasar por cenetista y se presenta en la checa del convento de las Adoratrices. No obstante, despierta la desconfianza del jefe del grupo, quien la hace seguir. Descubierta su farsa, Luisa es detenida, ultrajada y llevada a la checa del Ministerio de Fomento. Su madre avisa desesperada a Miguel, quien intenta dar con ella y que la liberen. Pero es demasiado tarde: en una pradera de Carabanchel, yacen tétricamente esparcidos los cuerpos de los represaliados durante la noche. Entre ellos, está el cadáver de Julieta, o de Luisa. 

Romeo / Miguel, enfrentado a su desgarradora crisis de identidad, toma entonces una decisión drástica, que lo acerca aún más al lacrimoso desenlace de Shakespeare.

Una falangista resignada a su suerte, y un izquierdista con corazón. Difícil fórmula para que la cinta contara con el decidido respaldo del régimen. Rojo y Negro estuvo en cartel, en el cine Capitol de Madrid, del 25 de mayo al 14 de junio de 1942. Luego desapareció del circuito comercial español, y solo pudo verse en la Alemania nazi, en pases muy medidos.

Para construir eficazmente el personaje de su protagonista femenina, el director contó con una actriz, hoy olvidada, pero entonces de repercusión internacional: Conchita Montenegro. María de la Concepción Andrés Picado era una modelo y bailarina donostiarra, nacida en 1911. Tenía una hermana, Juanita, que llegó a hacer pareja artística con ella. En la década de 1920, Conchita probó suerte en el cine francés. En 1930, marchó a Hollywood y allí consiguió labrarse una posición que, sin embargo, no duró mucho. Amante de Leslie Howard y amiga de Charles Chaplin, volvió a España y se casó, en segundas nupcias, con el diplomático falangista Ricardo Giménez-Arnau. Seguidamente, se retiró de la actuación. Falleció en abril de 2007, en Madrid, a longeva edad.

Mujer de facciones duras, y de porte aristocrático, era ideal para dar credibilidad al personaje de Luisa. Ella, y no tanto Miguel (interpretado por un Ismael Merlo siete años más joven), constituye el eje vertebral de la película, una heroína no pretendida, sino fugaz, sobrevenida.

Los “malos” son los cenetistas, los encargados de varias checas donde se hace hablar a los detenidos. Son gente que de verdad cree en lo que hace: adorar, por unos ideales de paraíso en la Tierra, la hoz y el martillo, en el lugar donde antes había un crucifijo. Falangistas y comunistas, en realidad, pretendían objetivos en cierto modo similares: luchar por la justicia social, aquellos sin renegar de los privilegios de clase (la propiedad) ni de la religión, estos aboliendo toda propiedad privada y todo pensamiento trascendente. Ambos bandos, empero, invadiendo y haciendo suya tanto la esfera de la conciencia individual, como la libertad de decisión.

En algunos diálogos, Luisa acusa a los izquierdistas ante Miguel de violentos. Sin embargo, ella misma rescata una pistola de casa de otro falangista. Señal de que la violencia estaba extendida y era común a ambas partes. No obstante, el aspecto de alguno de los prisioneros falangistas no puede ser más angelical, más puro y transparente, lo cual lo distancia de la fisonomía más bien burda y tosca de sus captores. Era gente “con clase”, con marchamo de rango señorial, que reluce y no puede esconderse, porque brilla en la oscuridad.

El personaje de Luisa niña, tiene esa inclinación a cierta vena sádica: en la Casa de Campo, a solas con Miguel, le tiende un alfiler para que se pinche con él y así comprobar su resistencia al dolor. Luisa le restaña la punción en el muslo con su propia saliva. Quizá sea la bruma de la futura heroína.

En toda batalla ideológica, muere la libertad. Cada vida es de quien tiene la fuerza. Rojo y Negro es una película testimonial sobre nuestra Guerra Civil, que hubiera merecido, ayer y hoy, mucha mejor fortuna. Rodada con esmero, con algún traspiés de tarasca barroca (los sobreimpresionados) y un pionero plano de escenario múltiple grandilocuente (Fomento visto por dentro), habla de personas que no pueden ser ellas mismas --simplemente seres humanos--, porque no les dejan, porque han de funcionar como marionetas de quienes parecen construir la Historia de un país.

© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2024.

Pérez-Reverte: "La película maldita".